El día de mi primera comunión, me llovieron los regalos. Entre todos ellos, no falló la clásica Polaroid, una de esas cámaras que revelan las fotos a los pocos minutos, y que generalmente solo se usaban el día que te la regalaban, porque tanto el papel para cargarla, como los cartuchos de flash eran carísimos. Gasté los doce disparos que venían con la cámara, retratando a mis primos, tíos, abuelos y amigos de la familia, y luego les firmé cada una de las fotos reveladas, como si fuera una estrella de cine.
El caso es que aquella cámara, tuvo una vida realmente efímera. No volví a usarla jamás, y me olvidé absolutamente de su existencia.
La semana pasada murió uno de mis seres más queridos. Es extraño, uno no es plenamente consciente de lo que te importa una persona, hasta que pasan estas cosas. Mientras están vivos, son seres queridos que están ahí, y no le damos importancia a si les hemos visto hace mucho, o les hemos prestado la atención que merecían, o demostrado el cariño que en el fondo les profesábamos.
La semana pasada, después de la incineración, uno de sus familiares directos, me entregó una fotografía de Polaroid muy gastada. La imagen había adquirido un extraño color sepia y apenas tenía nitidez, pero todavía se distinguía la figura del ser querido fallecido. Parecía mucho más joven de lo que yo podía recordar que alguna vez hubiera sido. Sonreía pasando un brazo por encima de su mujer, vestidos ambos elegantemente para la ocasión. Pero lo realmente sorprendente, era que la fotografía mostraba en su reverso, una frase escrita y una firma, casi indescifrable, porque la tinta estaba corrida por el paso del tiempo.
Con manos de niño, veinte años atrás, yo había escrito, con toda mi inocencia e ilusión del momento, un simple “gracias por el regalo, un beso” y después añadía mi nombre con un garabato encima, que supongo que sería lo que yo pensaba que era una firma en ese momento.
Intenté recordar al instante qué me había regalado esa persona que tanto me había querido durante toda mi vida, el día de mi comunión. Después de pensarlo un poco, la respuesta me vino a la cabeza como un chispazo, rápidamente asocie una cara, un paquete cuadrado y mediano, y finalmente una caja verde con letras blancas que contenían una Polaroid.
La verdad es que nunca he sido una persona con tendencia a las obsesiones, pero no se porqué, de repente, todo el olvido acumulado por aquella cámara de fotos, se transformó en un sentimiento de culpa terrible. No podía dejar de pensar en que habría sido de aquel objeto, que de repente adquiría tanta importancia emocional para mí. Me detuve a valorarlo unos segundos, si esa Polaroid seguía existiendo, solo podía estar en la casa de mis padres, en el trastero. Y esa cámara merecía una segunda oportunidad.
El choque emocional que produce entrar en un lugar donde se almacenan cosas que han formado parte de tu vida, debe de ser una de las cosas más extrañas que nos suceden a los seres humanos. No se porque guardamos todas esas cosas que ya no usamos, y que ya no tienen valor. La razón que me parece más plausible es que lo hacemos para recordar. Muchas veces al reencontrarnos con todas esas cosas viejas, los sentimientos nos embargan gracias a los recuerdos. Así, nos reímos al ver almacenada en una esquina una sombrilla horrorosamente decorada, con un estampado de flores a la moda de la época, porque nos vemos de niños en la playa bajo dicha sombrilla. Y lo mismo pasa con un juguete, o con la ropa.
El problema es que tras la felicidad inicial del recuerdo, tras ese pequeño instante de alegría, la congoja y la tristeza se abren paso a codazos, y la añoranza se hace dueña de todo el espacio. Lo que realmente resulta ser una habitación llena de basura, idílicamente lo vemos como un tesoro de recuerdos, y emocionalmente nos afecta como un montón tiempo pasado, por épocas lejanas, por personas y lugares que ya no están, o que si están, ya no son los mismos.
Todas estas sensaciones las viví buscando la Polaroid, en el trastero de la casa de mis padres. Pero tras varias horas de arqueología domestica, al final la encontré. Estaba dentro de una caja grande, cerrada con una cuerda, haciendo compañía a un par de figuras de payasos de porcelana, y un flexo roto. Seguía intacta, en su envoltorio original, con las instrucciones y la garantía sin sellar, prácticamente como recién salida de fábrica.
El caso es que varios días después, buscando por Internet, encontré papel y cartuchos compatibles y conseguí darle un segundo uso a la cámara. Hice fotos de mi hijo recién nacido. No se cual fue la razón de mi elección, pero me pareció el mejor homenaje que para mi mismo podía brindar a la persona querida que se había marchado.