Cuando nada ni nadie parece que puedan alegrarme el día, divago sin rumbo por un mundo imaginario de palabras mágicas que surgen de todas las neuronas de mi cerebro, y de repente, sin buscarlo, sin quererlo ni desearlo, una de ellas, saltando como una langosta, se ha colocado por encima del resto, grabándose con fuerza en mi mente.
Como esa cancioncilla que odias, pero que no puedes dejar de tararear en cuanto dejas de pensar en no hacerlo, esa palabra se ha hecho omnipresente dentro de mi cabeza, y volcando unos contenedores atravesados en mis líneas de pensamiento, y lanzando cócteles molotov y cascotes de córtex a mi ejército de antidisturbios de control emocional, está reclamando a gritos independencia, libertad, poder, sonoridad, pronunciamiento, y me exige ser gritada en alto y arrojada al mundo.
Pero los humanos tenemos nuestras normas sociales, y al igual que se entiende como decoroso no ejercer nuestra desnudez en cualquier sitio, tampoco lo es soltar lo que nos venga en gana a los cuatro vientos, ni gritar cualquier inconveniencia por ahí, a no ser que estemos al amparo de la privacidad de la soledad, o a una distancia prudencial de cualquier otra persona, núcleo urbano o cámara de seguridad...pero esta palabra que intenta dar un golpe de estado en mi organismo, no juega con balas de fogueo. No se trata de un levantamiento inofensivo, planeado de manera chapucera al estilo de Tejero, García Carrés y Mas Oliver, en cualquier tasca, delante de unas bravas y unos tintorros. Se trata de una ofensiva con visos y opciones de triunfo, porque este vocablo traidor se ha preparando a conciencia, escondiéndose durante días, quien sabe si no meses, acechante, conspirador, como un agente secreto de la guerra fría, formado clandestinamente en las escuelas del Mossad a las afueras de Tel-Aviv, y que con precisión de neurocirujano, me ha pillado desprevenido y ya no estoy seguro de si podré detenerlo.
Mis defensas empiezan resquebrajarse y no se cuanto tiempo conseguiré mantenerme firme, evitando ceder políticamente a sus exigencias, porque es una sensación que me consume, y estoy llegando al punto en el que solo puedo recurrir a las defensas puramente físicas, es decir, morderme la lengua y apretar los labios con fuerza, intentando tararear esa cancioncilla de la que hablaba antes, y que ahora que la necesito para suplantar con ella al vocablo insurgente, la muy cabrona no aparece por ninguna parte, y probablemente estará disfrutando de unas vacaciones pagadas en mi hipotálamo con dinero del cartel lingüístico revolucionario.
Y es entonces cuando decido que necesito aliviar la urgencia, ceder las riendas de mi comportamiento racional a las ínfulas de grandeza de una simple palabra, que ni siquiera es precisamente original, ni hermosa, pero que va a lograr su objetivo, poniéndome en evidencia delante de todo el mundo.
Abro mi boca lentamente, y como el agua de una bañera llena hasta los bordes cuando le quitas el tapón del desagüe, la palabra sale disparada de mi cerebro, convirtiéndose en micro-milésimas de segundo en aire rebotado, trasformado por mis traidoras cuerdas vocales, por mi vendida lengua y por mi fariseo paladar, entre otra larga serie de cobardes y débiles partes de mi organismo, y así, en medio de una multitud expectante ante mi actitud, cuanto menos paranoica…. grito.
Como esa cancioncilla que odias, pero que no puedes dejar de tararear en cuanto dejas de pensar en no hacerlo, esa palabra se ha hecho omnipresente dentro de mi cabeza, y volcando unos contenedores atravesados en mis líneas de pensamiento, y lanzando cócteles molotov y cascotes de córtex a mi ejército de antidisturbios de control emocional, está reclamando a gritos independencia, libertad, poder, sonoridad, pronunciamiento, y me exige ser gritada en alto y arrojada al mundo.
Pero los humanos tenemos nuestras normas sociales, y al igual que se entiende como decoroso no ejercer nuestra desnudez en cualquier sitio, tampoco lo es soltar lo que nos venga en gana a los cuatro vientos, ni gritar cualquier inconveniencia por ahí, a no ser que estemos al amparo de la privacidad de la soledad, o a una distancia prudencial de cualquier otra persona, núcleo urbano o cámara de seguridad...pero esta palabra que intenta dar un golpe de estado en mi organismo, no juega con balas de fogueo. No se trata de un levantamiento inofensivo, planeado de manera chapucera al estilo de Tejero, García Carrés y Mas Oliver, en cualquier tasca, delante de unas bravas y unos tintorros. Se trata de una ofensiva con visos y opciones de triunfo, porque este vocablo traidor se ha preparando a conciencia, escondiéndose durante días, quien sabe si no meses, acechante, conspirador, como un agente secreto de la guerra fría, formado clandestinamente en las escuelas del Mossad a las afueras de Tel-Aviv, y que con precisión de neurocirujano, me ha pillado desprevenido y ya no estoy seguro de si podré detenerlo.
Mis defensas empiezan resquebrajarse y no se cuanto tiempo conseguiré mantenerme firme, evitando ceder políticamente a sus exigencias, porque es una sensación que me consume, y estoy llegando al punto en el que solo puedo recurrir a las defensas puramente físicas, es decir, morderme la lengua y apretar los labios con fuerza, intentando tararear esa cancioncilla de la que hablaba antes, y que ahora que la necesito para suplantar con ella al vocablo insurgente, la muy cabrona no aparece por ninguna parte, y probablemente estará disfrutando de unas vacaciones pagadas en mi hipotálamo con dinero del cartel lingüístico revolucionario.
Y es entonces cuando decido que necesito aliviar la urgencia, ceder las riendas de mi comportamiento racional a las ínfulas de grandeza de una simple palabra, que ni siquiera es precisamente original, ni hermosa, pero que va a lograr su objetivo, poniéndome en evidencia delante de todo el mundo.
Abro mi boca lentamente, y como el agua de una bañera llena hasta los bordes cuando le quitas el tapón del desagüe, la palabra sale disparada de mi cerebro, convirtiéndose en micro-milésimas de segundo en aire rebotado, trasformado por mis traidoras cuerdas vocales, por mi vendida lengua y por mi fariseo paladar, entre otra larga serie de cobardes y débiles partes de mi organismo, y así, en medio de una multitud expectante ante mi actitud, cuanto menos paranoica…. grito.
2 comentarios:
Una langosta que salta y salta no merece que te muerdas la lengua,,,,No te estreses..quizás si empiezas por el final, sería como la linea recta y la distancia entre dos puntos, es decir...abre esa preciosa boca, lentamente si quieres y que salga por el desague antes de que haga pedazos tu temple.
Besos guapetón
Viejo loco, me gusta cómo escribís.
Publicar un comentario