domingo, 27 de enero de 2008

El Señor Peralta

L'Oceanogràfic de Valencia (Agosto 2007)


Os propongo un nuevo cuento colectivo. Esta vez no se trata de que añadáis vuestro probable final, sino que el/la que quiera, añada un párrafo o dos, y el/la siguiente, siga la línea argumental propuesta en el comentario anterior.

Construyamos entre todos/as la historia del Señor Peralta.

El señor Peralta blandía su sarcasmo e ironía como un sable pirata. Nadie escapaba a sus estocadas, nadie era inmune a su filo. Daba igual donde entrara, en el banco, o en la pescadería, o en la oficina de correos…por muy corta e insignificante que fuera la conversación o la transacción mercantil, siempre había problemas, y el señor Peralta nunca hacía prisioneros, ni excepciones.

El “viejo cabrón”, apelativo elegido en referéndum espontáneo por tres cuartas partes de su vecindario, era un cocktail de envidia, rencor, clasismo, homofobia, racismo, machismo, fascismo, y mala leche crónica, que más allá de convertirlo en un monstruo, encarnaban en él, al mismísimo diablo sufriendo de almorranas.

Así, escondido tras una fachada de venerable ancianito desvalido, y armado de bastón, un ejemplar matutino del Diario de Cuenca y una raída bolsa de cuadros escoceses para meter la compra, sembraba el terror a lo largo de las cuatro manzanas que conformaban "su territorio de caza”.

Vivía completamente solo, sin familia, ni amigos, ni perro, ni gato, ni un simple jilguero, y nadie había conseguido jamás traspasar la puerta de su apartamento, una fortaleza plagada de cerrojos, candados y mirillas, y tampoco ningún vecino recordaba desde cuando habitaba allí el “viejo cabrón”, haciendo sus vidas mucho más complicadas, porque simplemente, siempre había estado allí.

Todos los habitantes del barrio, vecinos, comerciantes, e incluso los trabajadores municipales, obreros, policías, sanitarios, y hasta algún transeúnte ocasional, adaptaban sus vidas para evitarse problemas con señor el Peralta, ardua labor, porque aunque era un hombre de costumbres extremadamente metódicas, de vez en cuando cambiaba sus rutinas diarias, para que “ninguno de esos cabrones, vagos, putas y conspiradores, se confiara”.

Así, el frutero, seleccionaba cada mañana las dos manzanas más perfectas, brillantes y apetitosas de la remesa diaria. El carnicero, empezaba una pieza del mejor solomillo por el medio, y apartaba el filete más tierno. El cartero había hecho un curso de restauración, para aplicar estos conocimientos en cualquier carta destinada al señor Peralta, que se hubiera doblado o arrugado durante el trayecto, aunque fuera sólo en una esquinita.

Todos adaptaban su labor y quehacer diario, para no disgustar al “viejo cabrón”, y aun así, sabían que probablemente les tocaría recibir alguna reprimenda por cualquier error, fallo, o falta insignificante.

Aquella mañana, el señor Peralta salió de su casa quince minutos antes, con la intención de pillar a alguien desprevenido. Tenía ganas de guerra…

jueves, 17 de enero de 2008

La cámara Polaroid


El día de mi primera comunión, me llovieron los regalos. Entre todos ellos, no falló la clásica Polaroid, una de esas cámaras que revelan las fotos a los pocos minutos, y que generalmente solo se usaban el día que te la regalaban, porque tanto el papel para cargarla, como los cartuchos de flash eran carísimos. Gasté los doce disparos que venían con la cámara, retratando a mis primos, tíos, abuelos y amigos de la familia, y luego les firmé cada una de las fotos reveladas, como si fuera una estrella de cine.

El caso es que aquella cámara, tuvo una vida realmente efímera. No volví a usarla jamás, y me olvidé absolutamente de su existencia.

La semana pasada murió uno de mis seres más queridos. Es extraño, uno no es plenamente consciente de lo que te importa una persona, hasta que pasan estas cosas. Mientras están vivos, son seres queridos que están ahí, y no le damos importancia a si les hemos visto hace mucho, o les hemos prestado la atención que merecían, o demostrado el cariño que en el fondo les profesábamos.

La semana pasada, después de la incineración, uno de sus familiares directos, me entregó una fotografía de Polaroid muy gastada. La imagen había adquirido un extraño color sepia y apenas tenía nitidez, pero todavía se distinguía la figura del ser querido fallecido. Parecía mucho más joven de lo que yo podía recordar que alguna vez hubiera sido. Sonreía pasando un brazo por encima de su mujer, vestidos ambos elegantemente para la ocasión. Pero lo realmente sorprendente, era que la fotografía mostraba en su reverso, una frase escrita y una firma, casi indescifrable, porque la tinta estaba corrida por el paso del tiempo.

Con manos de niño, veinte años atrás, yo había escrito, con toda mi inocencia e ilusión del momento, un simple “gracias por el regalo, un beso” y después añadía mi nombre con un garabato encima, que supongo que sería lo que yo pensaba que era una firma en ese momento.

Intenté recordar al instante qué me había regalado esa persona que tanto me había querido durante toda mi vida, el día de mi comunión. Después de pensarlo un poco, la respuesta me vino a la cabeza como un chispazo, rápidamente asocie una cara, un paquete cuadrado y mediano, y finalmente una caja verde con letras blancas que contenían una Polaroid.

La verdad es que nunca he sido una persona con tendencia a las obsesiones, pero no se porqué, de repente, todo el olvido acumulado por aquella cámara de fotos, se transformó en un sentimiento de culpa terrible. No podía dejar de pensar en que habría sido de aquel objeto, que de repente adquiría tanta importancia emocional para mí. Me detuve a valorarlo unos segundos, si esa Polaroid seguía existiendo, solo podía estar en la casa de mis padres, en el trastero. Y esa cámara merecía una segunda oportunidad.

El choque emocional que produce entrar en un lugar donde se almacenan cosas que han formado parte de tu vida, debe de ser una de las cosas más extrañas que nos suceden a los seres humanos. No se porque guardamos todas esas cosas que ya no usamos, y que ya no tienen valor. La razón que me parece más plausible es que lo hacemos para recordar. Muchas veces al reencontrarnos con todas esas cosas viejas, los sentimientos nos embargan gracias a los recuerdos. Así, nos reímos al ver almacenada en una esquina una sombrilla horrorosamente decorada, con un estampado de flores a la moda de la época, porque nos vemos de niños en la playa bajo dicha sombrilla. Y lo mismo pasa con un juguete, o con la ropa.

El problema es que tras la felicidad inicial del recuerdo, tras ese pequeño instante de alegría, la congoja y la tristeza se abren paso a codazos, y la añoranza se hace dueña de todo el espacio. Lo que realmente resulta ser una habitación llena de basura, idílicamente lo vemos como un tesoro de recuerdos, y emocionalmente nos afecta como un montón tiempo pasado, por épocas lejanas, por personas y lugares que ya no están, o que si están, ya no son los mismos.

Todas estas sensaciones las viví buscando la Polaroid, en el trastero de la casa de mis padres. Pero tras varias horas de arqueología domestica, al final la encontré. Estaba dentro de una caja grande, cerrada con una cuerda, haciendo compañía a un par de figuras de payasos de porcelana, y un flexo roto. Seguía intacta, en su envoltorio original, con las instrucciones y la garantía sin sellar, prácticamente como recién salida de fábrica.

El caso es que varios días después, buscando por Internet, encontré papel y cartuchos compatibles y conseguí darle un segundo uso a la cámara. Hice fotos de mi hijo recién nacido. No se cual fue la razón de mi elección, pero me pareció el mejor homenaje que para mi mismo podía brindar a la persona querida que se había marchado.

martes, 15 de enero de 2008

3.648 días

El banco de la Plaza de Olavide que vivió nuestro primer beso ya no existe, pero nuestro amor perdura a pesar del tiempo, con más fuerza que el granito de ese viejo asiento que dejó de ser frio, por acoger nuestros abrazos en aquella maravillosa noche de Diciembre de hace 10 años.

Desde entonces, hemos ido creciendo juntos, viviendo juntos, compartiendo juntos miles de cosas, alegrías, penas, momentos buenos, momentos malos, pero siempre uno al lado del otro, agarrados de la mano, siempre dispuestos a sujetarnos mutuamente, para sobrepasar cualquier barrera que nos pone la vida por delante.

Gracias por compartir tu vida conmigo durante estos 10 años, por dedicarme tantas veces tu risa que tiene la cualidad de convertir mis inviernos en cálidas primaveras, por abrazarme cuando lo necesito, por regañarme cuando también lo necesito, por haber construido conmigo una complicidad en la que una mirada nos basta para saber que estamos pensando, por adaptarte a mis vicios y defectos, ayudándome a ser mejor persona, por ser mi mejor amiga, la persona de este mundo que mejor me conoce, por regalarme 3.648 días maravillosos, no porque todos hayan sido buenos, sino porque los hemos vivido juntos, y eso los hace especiales.

Y es que a pesar del tiempo, te quiero más que nunca, te amo más que siempre, y sigo dispuesto a darlo todo por ti. Y da igual que aquel viejo banco de duro granito ya no exista, porque existen millones de bancos y lugares en el mundo, que seguirán siendo especiales, siempre que tú y yo juntos, los llenemos con nuestros besos, con nuestros abrazos, con nuestras miradas y nuestras risas.
Compartirlo todo contigo hace que la vida merezca la pena.
Un beso grande.

jueves, 10 de enero de 2008

El futuro

Globos fugados en el cielo de Madrid (Enero, 2008).


Tras tres semanas de trabajo asfixiante, en las que apenas he tenido tiempo para nada, parece que ya salgo del túnel y puedo dedicarle algún ratillo más a este Blog.

Paradójicamente, hoy la cosa va a ser rápida, sólo quiero dejar una cita de Víctor Hugo:

El futuro tiene muchos nombres: para el débil es lo inalcanzable, para el miedoso, lo desconocido. Para el valiente, la oportunidad.


¿Cual de ellos soy yo? Aun no lo sé, pero más me vale descubrirlo pronto.