lunes, 31 de diciembre de 2007

El repartidor de sueños

Lo prometido es deuda. Aquí os dejo el relato completo, y con él, os deseo un 2008 repleto de sueños, amor, ilusiónes y alegrias.

El repartidor de sueños

A pesar de tener una licenciatura en Ingeniería de Telecomunicaciones, Manuel es repartidor de propaganda. Ejerce esta profesión de manera metódica, y todos los días, al amanecer, se aposta en cualquier boca de metro de la ciudad, y no deja de distribuir pasquines hasta el anochecer, sin apenas descanso, ni siquiera para comer.

Lleva ya más de quince años haciéndolo, y sería imposible saber cuantas hojas publicitarias han pasado de sus encallecidas manos a las de miles de personas anónimas, que acuden a sus empleos o regresan a casa tras su jornada laboral.

Personas con sueños, con preocupaciones, con vidas distintas, con diferentes inquietudes, con buenos y malos empleos, con familias, casados, solteros, divorciados. Muchos que aceptan la publicidad con resignación, o que se muestran interesados y leen el mensaje impreso, y muchos otros que desestiman el ofrecimiento con una vaga disculpa, con un no rotundo, o en la mayoría de los casos con total indiferencia.

Es un trabajo duro y extenuante. Su piel está curtida por el frío y el calor, y sus dedos, ya siempre estarán marcados por una perenne capa de tinta de muchos colores, que no se quita ni frotando con disolventes, y por una infinidad de cortes producidos por los afilados cantos de las hojas que reparte.

Es un empleo precario, mal pagado, mecánico y sin futuro. Sin posibilidad de ascenso, de promoción, de aumentos salariales. Sin vacaciones, sin seguridad social, sin cotizaciones, sin pensión, sin paga extra y sin cesta de navidad.

Pero Manuel no ejerce esta profesión por placer, por gusto, o por necesidad. Lo hace por obligación. Porque es la mejor manera, o al menos la más óptima, que ha sabido encontrar a lo largo de su vida de transmitir su don, de universalizar su poder de una manera anónima, sin que nadie lo sepa, sin que nadie le haga preguntas

Todos los seres humanos tenemos un don, pero muy pocos llegan a descubrir el suyo propio, y menos aun son los que lo potencian, y lo utilizan en beneficio personal o colectivo. Así, muchos hombres y mujeres pueden correr muy rápido, o tienen habilidades curativas, o culinarias, o simplemente son trasmisores de suerte, o saben escuchar, o crear cosas bellas o útiles, o son extremadamente inteligentes, o simplemente pueden hacer felices a los que les rodean con una sonrisa o con una mirada.

Pero el don de Manuel es mucho más extraordinario, ya que es capaz, a través de un pequeño contacto físico, de un simple y leve roce de su piel con la de otro ser humano, de conseguir que alcance su sueño más anhelado, ese deseo que se arraiga en lo más profundo de todas las personas.

Así, a través de su trabajo, de manera sutil, sus yemas rozan a diario los dedos de miles de hombres y mujeres que sin saberlo, conseguirán alcanzar lo que más desean, lo que llevan esperando mucho tiempo, lo que simplemente creen que necesitan para ser felices.

Y Manuel sabe gracias a su poder, que las personas, generalmente tienen sueños de grandeza, de riquezas, de poder, de amor, pero que siempre el sueño más anhelante, el que les ronda por la cabeza, el que se aprieta a su estómago y les crea una profunda ansiedad acuciante, suele ser el más terrenal, porque casi nadie cree en las fantasías, en la suerte, o en la magia.

Por eso, alguien que aspira a riqueza, no suele desear realmente cincuenta millones de euros, sino que piensa y fija su deseo en un simple ascenso en la oficina, o en encontrar un comprador para su casa en venta, o quien anhela en secreto a su compañera de oficina, no piensa de verdad en amor incondicional y duradero, sino en una fría y caduca necesidad carnal, que siempre termina con un simple revolcón cargado de culpabilidad y desprovisto de futuro.

Los humanos somos seres terrenales, y aunque algunas veces soñemos en grandes quimeras de riquezas y triunfos, nuestros deseos se centran la mayoría del tiempo en cosas banales, superficiales, o incluso estúpidas, que creemos que nos harán felices, o simplemente que necesitamos desesperadamente.

Manuel ya no recuerda en que momento descubrió cual era su don. Al principio todos pensaban que era un tipo con suerte, una especie de talismán, de amuleto, que proporcionaba fortuna a todos los que le rodeaban, y tanto a su familia, como a sus amigos, no cesaban de pasarles cosas buenas, y cuanto más cerca de él estaban, cuanto más tiempo pasaban a su lado, mejor les iba en sus vidas, hasta que llegó el momento en que ya no sabía si estaban con él porque le querían, o simplemente por lo que sucedía cuando estaban cerca suyo. Y fue entonces cuando se aisló del mundo.

Poco a poco fue hilando todos los cabos sueltos, descubriendo su poder. Entendiendo los protocolos, y los medios a través de los que se propagaba su capacidad. Uniendo las piezas, asimilando la causa efecto que le hacía presentir los anhelos de las personas con sólo tocarlas. Entendiendo la verdadera naturaleza de la gente a través de sus deseos, de sus inquietudes más secretas.

Tristemente, la comprensión trajo consigo la dura realidad de asumir que ya nunca podría ser feliz. Sólo la alegría de hacer posibles los sueños de las personas le concedía pequeños momentos de paz. Y por eso, comenzó a explotar su don, a experimentar, hasta descubrir que no era necesario un contacto muy intenso, y que sólo con un roce, de piel a piel, bastaba para que su don se pusiera en marcha.

Y también, al poco tiempo, Manuel entendió que su don no siempre trae la felicidad a los que lo reciben, sufriendo cada vez que al rozar la mano de una persona, veía claramente en su mente, que esta sólo iba a conseguir una botella de vino barato para emborracharse, o que en vez de la soñada lotería primitiva millonaria, alguien lograría únicamente un montón de monedas en la máquina del bar de siempre, que en pocos días volverían multiplicadas a su lugar de origen dentro de la tragaperras.

Aun así, para él estos casos no son los peores, ya que la verdadera peligrosidad, el lado oscuro de su don, se encuentra en la cantidad de odio, venganza, rabia y desesperación que anida en el interior de las personas. Hay miles de seres humanos que no sueñan con cosas buenas y bellas, todo lo contrario, anhelan la venganza, el sufrimiento, o incluso la muerte.

Los hay que viven atormentados por la envidia, y únicamente desean la desgracia de su compañero de trabajo, o de su jefe, o de su vecina. Desgracias, enfermedades, accidentes, venganzas, envidias, la gama es realmente amplia. Tanto como la imaginación humana, e igual de terrenal y cruel.

Pero Manuel no puede controlar a quien entregar su don, porque sólo llega a saber el sueño de una persona a través de un contacto físico, y cuando este se produce, ya no hay marcha atrás, y el deseo se cumplirá pase lo que pase, haga lo que haga.

Lo comprende muy bien, porque al principio, cuando apenas conocía el alcance de su don, trató de impedir que muchos de estos sueños nocivos y vengativos se cumplieran, pero nunca lo logró. La muerte, la enfermedad, el desastre siempre alcanzaron sus objetivos. Nada ni nadie puede interponerse entre el destino marcado por el poder de su contacto, y esta realidad estuvo a punto de hacerle perder la cordura.

Así, un trágico invierno, cuando aun creía poder controlar la consumación de sus donaciones, tocó los dedos de un elegante ejecutivo, y comprendió instantáneamente, que su deseo era la muerte accidental de una compañera de trabajo, que le amenazaba con destruir su matrimonio contándole a su mujer la relación extramatrimonial que ambos habían tenido. Manuel vislumbró un incendio en un apartamento del centro, así que siguió al ejecutivo hasta su trabajo, le vio discutir acaloradamente con la misma mujer a la que deseaba la muerte, y fue tras ella, siguiéndola hasta su apartamento.

Allí apostado, pasó toda la tarde y toda la noche atento a cualquier rastro de humo, a cualquier olor a quemado, para intervenir y salvarla. Y en efecto, al amanecer, entumecido y muerto de frío, acurrucado en el zaguán, notó que algo estaba pasando en el interior de la casa. Cogió un extintor de la escalera, y tras varias patadas enérgicas en la puerta consiguió acceder a la vivienda, y apagar el comienzo de un incendio que se propagaba en una de las habitaciones, donde yacía la mujer ya muerta por una sobredosis de barbitúricos, y que se había dejado un cigarrillo encendido mientras le sobrevenía el sueño letal.

Ese día comprendió que era imposible interponerse entre el deseo concedido y su realización, y desde entonces, cada vez que alguien a quien toca, anhela la desgracia de otro, a pesar de que su alma se desgarra, sabe que no puede hacer nada, y que el azar le convierte en repartidor de alegrías, pero también de desgracias.

En estas ocasiones, Manuel piensa incluso en suicidarse, pero siempre que lo ha intentado, han aparecido ante sus ojos las caras felices de miles de personas a las que su don ha ayudado de verdad. Mujeres estériles que habían conseguido tras años de búsqueda tener un hijo, personas solitarias que encontraban un amigo de verdad, enfermos cuyo mayor anhelo era curarse y que lo conseguían, o incluso los que sólo necesitaban saber quienes eran, y encontrar un propósito en sus vidas. Personas que conseguían ser felices gracias a su poder, gracias a sus dedos, gracias a su contacto.

Y todas estas visiones, toda esta alegría acumulada, toda la esperanza y los sueños repartidos, siempre hacen que Manuel deseche la idea de matarse, y le impulsan a guardar el bote de pastillas, o a cerrar con una sonrisa la ventana de su apartamento, desde la que ha pensado muchas veces en saltar, cuando se ve superado por la responsabilidad de su don, o cuando le abruma la soledad de su labor.

Porque es cierto que vive en una perpetua soledad profunda y también buscada, ya que aunque sabe lo que es amar, y disfrutó en el pasado de algunas relaciones estables, estás nunca duraron demasiado. El continuo contacto físico con las personas, y por lo tanto, la entrega diaria y continua de todos y cada uno de sus sueños las cambiaba. Conseguían todo lo que querían, y se trasformaban, convirtiéndose en sombras de lo que fueron, perdiendo su profundidad, viviendo vidas vacías y sin objetivos.

Fue así como Carla, el amor de su juventud, con la que llegó incluso a casarse, perdió totalmente la cordura. Bella y dulce como ninguna, pasó de desear pequeñas cosas, como joyas, ropa, vehículos o casas, a anhelar una belleza perfecta, basada en operaciones estéticas, en tratamientos costosos que le eran concedidos, y le llegaban de muy diversas maneras gracias al mágico don de su marido. Todo parecía estar al alcance de su mano, deseando cada vez más y más, hasta que se volvió loca, pensando que era una diosa, que todo era posible, y echando a Manuel de su lado, que nunca supo nada más de ella.

Porque la vida es también deseo y necesidad, anhelos y sueños inalcanzables, y esto Manuel lo sabe muy bien. Por eso asume que siempre estará sólo. Y hace ya tiempo que se propuso racionar su don para evitar estos problemas. Un deseo por persona. Solo uno.

Este concepto es muy importante para él, porque a partir de este dogma, de esta regla inquebrantable, consiguió formularse un objetivo fundamental que diera sentido a su labor: Dar un deseo por persona hasta encontrar a una que verdaderamente albergara un sueño para todos, para toda la humanidad. Buscar a alguien que le ayudara a superar las limitaciones de su don, y que fuera capaz de soñar y anhelar la felicidad universal. Sólo entonces su labor estaría terminada, y podría descansar.

Por este fin último, por este magnífico objetivo, Manuel sabe que debe de continuar. Y por eso ya no flaquea cuando todas las madrugadas suena su despertador, indicándole que es la hora de ir a repartir sueños, que no puede tomarse el día libre en su labor de encontrar a ese ser único y libre de anhelos egoístas, que sueñe por todos y cada uno de los seres humanos.

Y no es que nunca se haya topado con personas altruistas y libres de todo egoísmo. Muchas veces las encuentra, a diario, y les concede sus deseos más íntimos, que beneficiarán a terceras personas y no a si mismos de manera directa. Pero al igual que un músico no sueña con crear la más bella de las melodías, sino que su anhelo más profundo suele estar más relacionado por ejemplo con la posesión de un Stradivarius, estas personas bondadosas, se conforman con una ayuda al prójimo más cercana, menos universal, más localista.

Por eso, aunque disfruta cuando da con una de estas personas, y sabe que ese día, gracias a sus sueños y a su don, alguien desesperado va a conseguir un trabajo, o una madre consumida va a superar una depresión, o los pobres de una parroquia van a dormir en un sitio con calefacción, y estas alegrías le impulsan a seguir, sabe que su labor debe continuar, que esas pequeñas e insignificantes alegrías, en comparación con la magnitud de los problemas de la humanidad, no bastan.

Así, incansable, día tras día, sólo y atormentado, Manuel sigue buscando. Sigue sufriendo y sigue disfrutando. Y seguirá repartiendo sus folletos, concediendo los deseos de los demás, hasta que encuentre a esa persona única que le ayude a completar su obra.

Sabe que es la búsqueda de una aguja en un pajar. Encontrar un alma realmente especial entre un millón de seres humanos, que viven, aman y sufren, sin saber que ese día van a toparse con el repartidor de sueños, que ese día su anhelo más intimo se hará realidad.

Por eso, te pido que no rechaces con indiferencia la hoja publicitaria que un desconocido te ofrezca cualquier día a la salida del metro. Porque puedes estar perdiendo una gran oportunidad de ser feliz, o de hacer feliz a tus seres queridos, o a toda la humanidad, si es que tú, eres esa persona que alberga en lo más profundo de su alma un sueño colectivo y universal de felicidad. Esa persona especial que Manuel, el repartidor de sueños, el repartidor de propaganda, sigue buscando en cualquier lugar de la ciudad, para poder por fin sentarse a descansar.

3 comentarios:

Fernando dijo...

El extracto que publicaste prometía, el resto del relato cumple esa promesa. La idea me parece buenísima y el desarrollo magistral. ¡qué buen rato!. Saludos

Ana Rosalina López dijo...

¡Vaya!, es genial tu relato. ¡Qué ironía!, sin embargo, que el distribuidor de los deseos ajenos no pueda lograr el suyo de descansar, ser amado y comprendido.
Está claro que hay que tener mucho cuidado con los deseos, porque a veces se cumplen...
Dicho esto último: espero impaciente otro de tus relatos. Ese es mi deseo.

Anónimo dijo...

Contra la pared me paso muchos días, pegando cientos de carteles...mis amigos?; un carro de la compra, cola (pegamento), un cubo, una botella de agua, tabaco y mi grandiosa herramienta de trabajo: LA ESCOBA¡¡
No cuento el papel ni los kilómetros de pared que llevo hecho, diversos climas, de noche o de día? cualquier momento es bueno. Pero ahí estoy yo, siempre contra la pared de espaldas a la gente, para algunos una ilusión, para otros un tema a criticar...confidente mudo y casual de la gente Pontevedresa.
Mis respetos y felicitarte.