La brisa de una tarde de otoño revolvía su pelo, ensortijándolo alrededor de su cara pálida. Se arropaba dulcemente con una chaqueta de lana verde, sentada sobre la arena de la playa, contemplando con sus ojos grises entrecerrados una incipiente puesta de sol. Se llamaba Carla, y sigo intentando convencerme de que su corazón me perteneció durante algún tiempo, aunque seguramente nunca haya pertenecido a nadie.
Demasiado hermosa para la realidad cotidiana, demasiado lista para los límites de nuestra pequeña ciudad, demasiado inaccesible para cualquiera de los patanes que la rondábamos. Y aun así, sigo pensando que estuve muy cerca. Al menos tan cerca como se puede estar de una estrella sin quemarse uno vivo.
Paseos por la playa de la mano, un beso fugaz en la esquina de una calle, y una sola vez, marcada a fuego en mi mente para siempre, la dicha gozosa de amarla, bajo la luna llena, escondidos de la vida, de sus padres, del tiempo. Pero nada más, eso fue todo, y aun así fue más de lo que muchos hombres afortunados han conseguido nunca.
Luego se marchó, o quizá no lo hizo, o siempre vivió escondida entre nosotros y yo no pude volver a percibirla con mis sentidos, o ya pertenecía a mis sueños, o nunca llegó a ser real. Igual que las mentes humanas rechazan muchas imágenes que vemos todos los días con los ojos, y que si no fueran eliminadas, supondrían una total perdida de cordura por el terror, la angustia o la incomprensión, creo que mi mente se acostumbró a no verla, a mirar a través de ella cuando nos cruzábamos en la plaza, para evitar morir por el dolor de no tenerla.
Con el tiempo su ausencia o su no-ausencia se convirtió en algo real, metódico, indoloro, y su recuerdo se quedó escondido entre las paredes del laberinto de mi memoria. Otras mujeres llenaron los huecos, incluso algunas dejaron huellas latentes, lacerantes como capas de cal sobre su imagen.
El caso es que antes, ahora, o hace un instante, durante mi paseo diario por la orilla, varios días, cientos de años después, creo que la he visto. Estaba ante mi, y no había cambiado, sola, sonriente, sentada en la playa, con su rebeca de lana verde, sus ojos grises, igual que entonces, igual que ahora, o puede que como nunca.
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