Sandías vivía solo en su caravana. No tenía trabajo. No le quedaban ahorros. No tenía amigos, ni familiares, ni una triste mascota, a excepción claro de las plagas de diversas especies que convivían bajo su techo. No tenía apenas pelo, y le escaseaban los dientes. Por no tener, no tenía ni comida, ni agua caliente, ni un par de calcetines limpios. Ni siquiera tenía un sofá. Y prácticamente todo el mundo tenía un sofá. Hasta la mayoría de los mendigos de la calle tienen uno, puede que rescatado de un contenedor, o quizás construido a partir de cartones añadidos a la estructura de un banco del parque. Pero el caso es que lo tienen.
A pesar de su mala fortuna y de la incertidumbre que le provocaba no saber si iba a comer algo caliente (o frío, daba igual) durante el día, Sandías tenía algo que le impulsaba a levantarse cada mañana. Y ese algo era un sueño.
Ahora mismo, si os preguntara cual creéis que era el sueño de nuestro pobre (literalmente) protagonista, muchos diríais:- ¡un trabajo!, ¡dinero!, ¡fama y poder!, - o incluso alguno/a, demasiado pragmático/a y/o con un dudoso humor negro respondería: - ¡la muerte!-. Pues no… todos/as os habríais equivocado, porque con lo que soñaba Sandias todo el tiempo era con Melones.
No, no quiero que os hagáis una imagen errónea de este infeliz, que no era ningún pervertido, o al menos, no más de lo que un tipo de cincuenta años, completamente solo, puede llegar a ser. Tampoco se trataba de un adicto al jugoso (aunque algunas veces traicionero) fruto de Villaconejos.
Melones era simplemente su vecina. Vivía en la caravana grande, blanca y prácticamente nueva situada en la parcela de al lado. Madre soltera, divorciada o abandonada, con tres gamberretes a su cargo, que con sus travesuras eran el terror de los vecinos del parque de caravanas, para sofoco de su sacrificada progenitora, que siempre les perseguía sin demasiado éxito con la zapatilla en ristre.
Para Sandías, Melones era irresistiblemente hermosa, y aunque no vestía con un gusto exquisito, o bueno, para ser más exactos, no vestía con gusto alguno, él la espiaba desde su caravana, y parapetado tras sus mugrientas cortinillas, la observaba todas las mañanas, cuando salía a la compra con su chándal y sus sandalias de tacón de aguja, arrastrando un viejo carrito de cuadros escoceses.
El sabía que ella tardaría en volver, pues era muy aficionada a invertir parte de su pensión en una sala de tragaperras cercana al supermercado. Así que, aprovechando que los niños estaban supuestamente en el colegio, que la anciana madre de Melones estaba todo el día sentada atada a una butaca, con la tele encendida, y que aun con los ojos abiertos, no parecía percatarse de nada de los que sucedía a su alrededor, nuestro protagonista se colaba en aquella caravana grande y limpia, que siempre olía a tarta de limón.
Apenas entraba, lo primero que hacía era sentarse en el mullido sofá de tres plazas, y se dejaba mecer por los crujiditos emitidos por una brillante funda de plástico duro, puesta por su dueña para evitar un mancillamiento innecesario de aquella maravillosa tapicería rojo pasión. Incluso algunas mañanas, por cortesía, saludaba y le daba algo de conversación a la anciana, que nunca parecía escucharle ni verle. Y así, juntos, veían las telenovelas, o el programa de Ana Rosa (que a la abuela parecía gustarle, porque algunas veces sonreía), hasta que Sandías creía que corría el riesgo de ser descubierto, y volvía a su cubil.
Una vez allí, y mientras esperaba el regreso de Melones, se juraba y se rasgaba las vestiduras con el deseo de vivir en aquella caravana nueva, de ser el hombre de la casa, de ser la figura paterna que necesitaban aquellos pequeños delincuentes en potencia, de estrechar entre sus brazos a su amada, sentados en aquel sofá rojo cubierto con un plástico transparente. Aquel era su sueño.
Melones y su sofá eran lo que impulsaban a Sandías a seguir viviendo, y a desechar la idea de meter la cabeza en el horno, o bueno, como dicho electrodoméstico hacía meses que no funcionaba, de tirarse por un puente.
(Continuará…)