Segundos, minutos, horas, que encadenan días y noches, semanas y meses, años, lustros y décadas, cuartos que se convierten en siglos completos. Tiempo. No somos nada excepto tiempo que pasa, desde que nuestra madre nos alumbra, hasta que todo se agota, de manera fortuita o más o menos natural.
No exáctamente tiempo que pasa, sino más bien tiempo que gastamos, de la mejor o peor manera posible. Sin hacer ruido, o provocando estruendosas estampidas que dejan un pequeño eco tras nuestra ausencia, una estela de ritmo etérea y decreciente, que al final, salvo algunos casos de elevada celebridad, también desaparece.
Algunos lo gastan como quien reparte chicles entre sus compañeros de trabajo, otros en cambio lo guardan con celo en cajas de caudales de siete llaves. No me atrevería a decir quien hace mejor. Cada uno elije su fórmula. Todas son válidas, o más bien, todas concurren.
Hay quien desea dedicar su tiempo a los demás, y quien por el contrario, arrebatado por un sentimiento hedonista, parece que solo se preocupa de sí mismo, e incluso los hay que hacen las dos cosas a la vez. No voy a juzgar ni la una ni la otra, ni a vaticinar cual es el ejemplo a seguir, porque el tiempo es caprichoso, y trae consigo alforjas llenas de variables, injusticias, obligaciones y caminos sin salida.
Y es que nadie puede controlar plenamente como usar la parte de tiempo que le toca. Influyen en tan importante decisión la mala y la buena suerte, las necesidades vitales, los instintos, las capacidades, las desigualdades, el color de la piel, el sexo, la discapacidad, la enfermedad, el miedo, la educación, el sistema de valores, la ética, la moral, el amor. Un sinfín de giros, obstáculos, ayudas, señalizaciones, que nos marcan poco a poco como gastar o malgastar tan exiguo y circunscrito bien.
Lo único que es absolutamente cierto es simplemente eso, que es limitado. Hay a quien se le agota antes de nacer, otros en cambio alcanzan los cien años o más, pero a todos en definitiva se nos termina, cosa injusta si tenemos en cuenta que podemos hacer muy poco para administrarlo, al menos de la forma que realmente queremos (o que creemos que queremos). Somos como patrones sin experiencia de un barco en medio de la tormenta, que intuyen el camino, se guían por alguna estrella, y dan más o menos hábiles golpes de timón para enderezar la quilla, pero es el embravecido mar de la existencia quien decide por donde va nuestra nave.
No hay que desesperarse, ni tampoco dejar nuestros endebles cascarones a la merced de las olas. Simplemente debemos asumir la derrota anticipadamente, entendiendo que no somos plenamente dueños de nuestras vidas, de nuestro tiempo. Tratar de avanzar con cierto rumbo en las jornadas de calma, viento en popa a toda vela, preparándonos para luchar, al menos un poco, contra las galernas que sin duda aparecerán para volver locas nuestras brújulas. Porque siempre aparecen.
Supongo que esa es la esencia de la vida al fin y al cabo. Navegar intentando mantenernos a flote de la mejor manera posible, hasta que caiga el último grano de arena.