Una vez más, como tantas otras noches desde hace más de doce años, Ramón María se despierta tiritando y empapado en sudor, ahogando un agónico grito entre sus dientes. Es completamente consciente de que se trata una vez más de la misma pesadilla, una recurrente historia de horror que le obliga a despertarse todos los días en mitad de la noche, desgarrando su descanso desde hace tanto tiempo que ni siquiera recuerda lo que es conciliar el sueño de un tirón hasta el amanecer.
En la oscuridad de una habitación que no es la suya, una vez superado el estupor del momento, y recordando que se encuentra en una habitación de hotel, alarga el brazo por puro instinto hacia la derecha, intentando encontrar un interruptor, un cordón de enchufe, o algo que le ayude a orientarse y a disipar la fría y poco familiar negrura que le rodea.
Los espasmos y temblores que aun afectan a su coordinación hacen que derribe un objeto, que por el sonido que hace al chocar y hacerse añicos contra el suelo, parece ser un vaso de cristal.
- ¡Mierda!- exclama para sí mismo, recordando el rayado vaso del baño que una vez desprovisto de su plástico sanitario le sirvió para transportar medio litro de Johnny Walker de la botella a su garganta, y que en medio de la borrachera debió de posar en la mesita de noche.
Tanteando con más cuidado a su alrededor, consigue rozar lo que parece ser una cadenita que cuelga de la lámpara, y tirando suavemente de ella, una difusa luz anaranjada se enciende frente a su cara.
Está completamente desnudo, con un amasijo de sábanas y colcha revueltas adheridas a su piel por el efecto del sudor. De hecho, la mitad de su cuerpo reposa directamente sobre el colchón, sin sábana bajera que lo cubra, efecto que le hace pegar un respingo de repulsión y retirarse al instante, puesto que es una sensación que siempre le ha resultado sumamente desagradable, sobre todo en camas ajenas.
Le duele la cabeza, y aunque a duras penas consigue reprimir la tiritona que le ha causado la terrible pesadilla, al menos ya no tiene ataques de angustia, puesto que su cuerpo parece haberse acostumbrado a ellas. No obstante siempre suele despertarse un poco sonado, como un boxeador tras haber recibido un fuerte directo a la sien, y ahora la resaca no le ayuda a mejorar esta situación, por lo que se incorpora muy despacio, sentándose en el borde de la cama, en mitad de una extraña y cutre habitación de pensión barata.
Se pregunta donde habrá dejado sus pastillas. Despacio, tambaleante, sorteando la parte que debe de estar llena de cristales rotos, se acerca a la puerta del baño, que cruje al abrirse. El suelo está frio bajo sus pies descalzos. Se aproxima al váter y levantando la tapa, una cívica costumbre que aprendió durante los años de facultad en los que convivió con chicas en un piso compartido, sujeta su pene con una mano, y se concentra en descargar una larga, cálida y reconfortante meada en el inodoro, preguntándose donde estarán sus pastillas para el dolor de cabeza. Tras tirar de la cadena, se acerca al armario de lámina corredera, donde debió arrojar ayer su bolsa nada más inscribirse en recepción y subir a su habitación. Abriendo la cremallera e introduciendo dentro medio brazo, Ramón María tantea el interior de su bolsa, y buscando su pastillero, aparta instintivamente la ropa arrugada y otros objetos de forma apresurada. De repente, sus dedos tocan un pesado y frio objeto metálico.
Su mero contacto le produce un sentimiento reconfortante, que le invita a recorrer con sus manos toda la superficie dejándose llevar por la grata sensación del acero.
En la oscuridad de una habitación que no es la suya, una vez superado el estupor del momento, y recordando que se encuentra en una habitación de hotel, alarga el brazo por puro instinto hacia la derecha, intentando encontrar un interruptor, un cordón de enchufe, o algo que le ayude a orientarse y a disipar la fría y poco familiar negrura que le rodea.
Los espasmos y temblores que aun afectan a su coordinación hacen que derribe un objeto, que por el sonido que hace al chocar y hacerse añicos contra el suelo, parece ser un vaso de cristal.
- ¡Mierda!- exclama para sí mismo, recordando el rayado vaso del baño que una vez desprovisto de su plástico sanitario le sirvió para transportar medio litro de Johnny Walker de la botella a su garganta, y que en medio de la borrachera debió de posar en la mesita de noche.
Tanteando con más cuidado a su alrededor, consigue rozar lo que parece ser una cadenita que cuelga de la lámpara, y tirando suavemente de ella, una difusa luz anaranjada se enciende frente a su cara.
Está completamente desnudo, con un amasijo de sábanas y colcha revueltas adheridas a su piel por el efecto del sudor. De hecho, la mitad de su cuerpo reposa directamente sobre el colchón, sin sábana bajera que lo cubra, efecto que le hace pegar un respingo de repulsión y retirarse al instante, puesto que es una sensación que siempre le ha resultado sumamente desagradable, sobre todo en camas ajenas.
Le duele la cabeza, y aunque a duras penas consigue reprimir la tiritona que le ha causado la terrible pesadilla, al menos ya no tiene ataques de angustia, puesto que su cuerpo parece haberse acostumbrado a ellas. No obstante siempre suele despertarse un poco sonado, como un boxeador tras haber recibido un fuerte directo a la sien, y ahora la resaca no le ayuda a mejorar esta situación, por lo que se incorpora muy despacio, sentándose en el borde de la cama, en mitad de una extraña y cutre habitación de pensión barata.
Se pregunta donde habrá dejado sus pastillas. Despacio, tambaleante, sorteando la parte que debe de estar llena de cristales rotos, se acerca a la puerta del baño, que cruje al abrirse. El suelo está frio bajo sus pies descalzos. Se aproxima al váter y levantando la tapa, una cívica costumbre que aprendió durante los años de facultad en los que convivió con chicas en un piso compartido, sujeta su pene con una mano, y se concentra en descargar una larga, cálida y reconfortante meada en el inodoro, preguntándose donde estarán sus pastillas para el dolor de cabeza. Tras tirar de la cadena, se acerca al armario de lámina corredera, donde debió arrojar ayer su bolsa nada más inscribirse en recepción y subir a su habitación. Abriendo la cremallera e introduciendo dentro medio brazo, Ramón María tantea el interior de su bolsa, y buscando su pastillero, aparta instintivamente la ropa arrugada y otros objetos de forma apresurada. De repente, sus dedos tocan un pesado y frio objeto metálico.
Su mero contacto le produce un sentimiento reconfortante, que le invita a recorrer con sus manos toda la superficie dejándose llevar por la grata sensación del acero.
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