Aceite, madera y agua. Septiembre 2007.
<<Toda historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible.>>
Italo Calvino.
Nota: Mentiría si dijera que los personajes de esta historia no están basados en las vidas de personas reales. Existen, aunque con nombres y descripciones distintas.
A finales de 1999, corrían en boca de todo el mundo mil y una habladurías sobre lo que vino a llamarse efecto 2000. Unos decían que el mundo se iba a volver loco, otros que la economía del planeta se colapsaría y dejarían de funcionar los suministros eléctricos, y en definitiva, que las plagas de Egipto comparadas con las desgracias que se preveían, pasarían a la historia como un juego de niños.
Y la verdad es que no ocurrió nada. Todo se olvido a los pocos días. En cuanto la historia dejó de ser complemento de relleno de actualidad de los periódicos y los telediarios, y a nadie pareció cambiarle la vida, el mundo siguió girando exactamente igual, viento en popa para unos pocos, lentamente para muchos. Entre estos últimos estaba yo.
Para contar esta historia, he de remontarme al verano de 1996. A mi pesar, en un agónico examen de Derecho Civil, en sexta y última convocatoria y después de siete largos años de feliz vida universitaria, había conseguido terminar la carrera de Derecho en la Universidad de Granada.
Digo a mí pesar, porque fue un ultimátum de mi padre, cansado de subvencionarme una vida de fiestas, cachondeo y libertinaje, a cambio de suspensos y decepciones, el que me obligo a ponerme las pilas, amenazado con el corte del suministro de la tarjeta de crédito.
Mi padre siempre fue un currante. Empezó de mecánico en un pequeño taller de Córdoba, y consiguió, tras largos años de esfuerzo y manchas de grasa, hacerse un lugar en el lucrativo campo del mundo del automóvil, llegando a dirigir uno de los concesionarios de compraventa de coches de segunda mano más importantes de la provincia, convirtiéndose así, de la noche a la mañana, en lo que popularmente se conoce como un nuevo rico.
Pasó de conducir un humilde Seat 127 con el que iba a buscar a mi madre los viernes al salir del taller, a pasearse en un enorme Mercedes blanco que era la envidia del barrio. Lo único que no ha cambiado nunca en el negocio familiar son los calendarios de mujeres de pechos desorbitados proliferando por las paredes.
Ni siquiera recuerdo como era la vida en el pequeño piso de la calle Jara, y todos los recuerdos de mi niñez, ya están enmarcados en el chalet del barrio pudiente de las Jaras, en la piscina y en el colegio de pago.
El caso es que después de mi último examen tuve que volver a casa, abandonar el piso compartido de Granada, despedirme de los amigotes de correrías, y de un par de novietas circunstanciales, y disponerme a encontrar un buen trabajo o en su defecto incorporarme a la empresa familiar, que por descontado, no me atraía nada.
Por un contacto de uno de los clientes de mi padre entre a trabajar con un contrato de practicas en un bufete prestigioso de Córdoba, con la sincera intención de realizar la pasantía, obligatoria para colegiarme y ejercer así una profesión, la abogacía, que nunca me gustó demasiado. Como más tarde narraré, siempre fui más candidato a parte contratante en la relación laboral abogado-cliente, pero eso es adelantar acontecimientos.
Como era de esperar, no me fue demasiado bien en esta mi primera experiencia laboral. He de reconocer que mi falta de apego a madrugar y mi ego desmesurado, agravado por mi apego enfermizo por los trajes y los lujos caros (nunca aceptaron que un becario vistiera mejor que los jefes), fueron causas de peso en este fracaso.
Ahora, con el paso del tiempo, puedo afirmar que me comporté como un gilipollas, y me avergüenzo de haberme sentido orgulloso el día que me planté delante del director general, y le enumeré sin miramientos todas y cada una de las razones por las que me sentía explotado, infravalorado, e incluso insultado, en su mierda de bufete.
Mi padre, aunque algo abochornado tras una larga charla telefónica con su cliente, seguía pensando que eran cosas de la edad, y como buen padre que siempre ha sido, decidió que la mejor solución era sacar algo de beneficio a su inversión en la formación universitaria de su primogénito, y me hizo un sitio en la empresa familiar.
Al fin y al cabo, llegaría el día en que todo el negocio pasaría a mis manos.
(Continuará)…….
2 comentarios:
Si, soy humano y algunas veces pongo faltas de ortografía...pido disculpas por ese dijera con g.
Ya está cambiado.
Abrazos.
queremos la continuación!!! con faltas de ortografía o con lo que sea....
Publicar un comentario