lunes, 17 de marzo de 2008

El amor imposible de Mornar


La principal característica del amor, es que cuando se presenta, crea una historia a su alrededor, con sus personajes y su trama, corta y sencilla algunas veces, complicada e interesante en otras, pero que siempre deja una huella indeleble en la vida de sus protagonistas.

Esta historia que voy a narrar a continuación, es un minúsculo y humilde ejemplo de las situaciones y avatares que para bien o para mal, surgen cuando aparece el amor, más aun, cuando se trata de un amor absolutamente imposible.

Nota del autor: A lo largo del relato iréis encontrando notas aclaratorias a pié de página, que son esenciales para bucear en la esencia de esta historia. Siento que en este formato digital sea más engorroso seguirlas sin perder el hilo central del relato, en una continua manipulación del ratón arriba y abajo. Aun así, confío en que no os arrepentiréis.


El amor imposible de Mornar

Érase una vez…

Un soleado día de primavera amanecía en el bosque llamado Idilio-de-Ortigas-y-Zarzas, que resplandecía de luz y nuevos colores, celebrando el final del deshielo. Matorrales de flores salvajes (hermosas pero bastante tóxicas), nacían y crecían a una velocidad vertiginosa, los árboles de hoja perenne estiraban sus ramas hacia el cielo en busca de los primeros rayos del sol para desentumecerse, y los de hoja caduca transformaban por minutos su desnudez invernal, por un tupido vestido de retales de tonos verdes y estampados florales en una explosión de color.

Este maravilloso espectáculo servía de ansiado premio a los inquilinos del bosque, por haber conseguido sobrevivir al crudo invierno, y en verdad que todos se veían sobradamente recompensados, olvidando el largo periodo de nieve, escasez, frío y silencio. Así, todos los habitantes de Idilio-de-Ortigas-y-Zarzas, saciados de su hambre y reconfortados por el calor del sol, se aliaban en una desordenada orquesta sinfónica de variados sonidos y registros, celebrando la llegada de la primavera.

El zumbar de los insectos, el crepitar de la savia dentro de los tallos y las hojas de las plantas, el ulular de la suave brisa del viento, el croar de las ranas y los sapos en los estanques, el graznido de los cuervos y las urracas, el…bueno lo que sea que hacen los conejos para comunicarse, el barruntar de los ciervos en sus exhibiciones de cortejo, el suave y dulce sonido de un clarinete…. ¡Hey! ¿He oído bien?, vamos a dar marcha atrás…..eteniralc nu de odinos eclud y evaus le, ojetroc….cortejo, el suave y dulce sonido de un clarinete, ¿clarinete?, debe de tratarse de la minoría étnica Mornar, porque si hay una cualidad que los animales de este bosque no tienen, por muy mágico que sea, es la de tocar un instrumento musical (1).

Además, la melodía musical tampoco podía ser obra de un ser humano, en primer lugar, porque ningún hombre, mujer o niño se atrevía a adentrarse allí, desde que el alcalde y el cura de Villa-Llegamos-y-Nos-Quedamos, la aldea vecina, habían declarado años atrás al bosque como: “zona encantada, con cargos de brujería para quien osara internarse en ella”.

¿Los motivos de esta prohibición? Básicamente que ambos altos representantes de los estamentos sociales, grandes aficionados a la caza, jamás habían conseguido abatir una sola pieza en el interior del bosque. Y eso, según su propia versión, solo podía ser obra de un poderoso encantamiento de magia negra (2).

En segundo lugar, los sonidos de este clarinete, de una dulzura y un virtuosismo increíbles, eran demasiado perfectos para una interpretación realizada por toscas manos humanas. Y es que, hasta los dedos del mejor flautista checo de la historia son toscos, si los comparamos con los pequeños, pero ágiles apéndices de los duendes.

Mornar era eso, un pequeño duende del bosque. Mejor dicho y hablando con propiedad, Mornar era “el duende” de este bosque, o al menos él mismo estaba convencido de que era el legítimo propietario desde la primera vez que puso su pequeño pie derecho en él.

Como todas las mañanas de primavera desde hacía montones de años, Mornar acudía a su lugar preferido de todos sus dominios, el Bello-pero-Frío-Estanque-de-la-Cascada-Plateada. Él mismo había bautizado al estanque en un día de inspiración, y se sentía realmente orgulloso de ello. El sitio en cuestión, era una pequeña charca de fluidos más o menos cristalinos, donde vivían seis o siete peces de colores. Estaba rodeada de una tupida arboleda de robles y sauces, y se mantenía siempre llena, gracias a un manantial de aguas subterráneas, que brotaban de un agrietado peñasco situado en uno de sus extremos.

Bueno, para hacer honor a la verdad, debo aclarar que el peñasco no era muy grande, y que el agua no salía exactamente a borbotones. Más bien eran cinco o seis hilillos que resbalaban por la piedra, pero para un ser que apenas alcanzaba los cincuenta centímetros cuando se estiraba y llevaba puestas sus botas reforzadas de invierno, aquel insignificante reguero se trataba de una auténtica cascada.

Pero algo extraño le ocurría a Mornar aquella mañana...(Continuará).

(1): Existe una excepción. Una vez, se recuerda un asno que pastando, se internó en la espesura, donde tras mucho caminar, se encontró una flauta, y la hizo sonar por casualidad al arrimar el hocico, de manera que consiguió ser rescatado por su amo, y pasar además a la inmortalidad en forma de moraleja. También hay que destacar que varios años después, se dejaron caer por Idilio-de-Ortigas-y-Zarzas, los cinco componentes peludos y plumíferos de la banda Los Músicos de Bremen, pero no cuentan, porque solo iban de paso.

(2): No había grandes diferencias entre magia negra y magia blanca, porque ambos estilos terminaban en la hoguera. Únicamente estaba permitida la modalidad de magia blanca conocida como Alquimia, que consistía en convertir la piedra en oro, pero si este efecto no se lograba, el alquimista era acusado de impostor y también acababa en la pira. Hasta la fecha, nadie lo había conseguido.

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